SIEMPRE TÚ
Entre el mínimo incendio de la rosa y la máxima ausencia del lucero, se quedó tu recuerdo prisionero viviendo en cada ser y en cada cosa. Te recuerdo en la cita milagrosa que se dan la mañana y el jilguero, y en el aire, traslúcido tablero donde escribe en color la mariposa. Todo me habla de ti. Sobre la brisa persiste la nostalgia de tu risa como una dulce música remota. En los labios tu nombre me florece, y al saberte lejana, me parece que me bebo tu ausencia gota a gota. |
Autor: Jorge Robledo Ortiz
Esta
poesía la propongo ya que tramite un buen mensaje hacia las relaciones de
parejas y me parece que tiene un buen mensaje.
Daniel
Miranda Villanueva
2° “5”
T/V
Color miel
Como
todos los días, se detuvo ante su trozo de espejo. Lo habría encontrado en
algún basurero de la ciudad y le ató una cuerda para guindarlo de un clavo que
amenazaba con caer al suelo. Colgaba de una de las tablas que hacían las veces
de pared y por cuyas anchas rendijas se filtraba la luz, delatando las
partículas de polvo suspendidas en el aire. Miraba sus ojos, se acercaba, se
alejaba, y cavilaba. Luego, se dispuso a comer el desayuno que era, al mismo
tiempo, el almuerzo del día anterior.
Mientras salía, apresurado, tropezó con los gritos de su padre
–embriagado, profería insultos contra cualquiera de los ocho hermanos– y con la
cabeza de alguno que dormía cerca de un conato de puerta que había en la casa,
choza, o rancho… Da lo mismo, al menos allí podía dormir.
Hacía tres meses que la conocía. La vio por primera vez en el
colegio nocturno donde había decidido estudiar, no sabía si por la insistencia
de Joao –un joven que conoció poco antes que a ella– o porque allí la hierba
era más fácil de conseguir y a un mejor precio. “Rosa”, pensó otra vez,
mientras apresuraba el paso. Sentía por ella algo nunca experimentado.
“¿Amor?”, se preguntó. Posiblemente.
Era la única que lo había visto, desde la primera vez, como un
joven normal. Sus ojos no lo miraban con sospecha y de soslayo, como
desconfiando, ni sus gestos eran de desprecio. La única que había escuchado con
atención y sin miedo la historia de su vida. “¿Vida? ¿Es esta una vida?”, se
interrogó. Y desaceleró el paso. Y en un instante el tugurio, la ciudad, el
mundo entero se tornó gris, como siempre lo había sido para él. Y se percató de
los hoyos en sus zapatos, y de las gotas de sudor que lograron flanquear la
barrera de sus cejas y ahora invadían sus ojos, irritándolos. De la sed,
nuevamente de su vida.
¿De quién es la culpa, Joao? ¿De mi viejo, que tiene guaro en
lugar de sangre, que, como todos, no sabe que hoy vivo? ¿De mi vieja, por habérsele
ocurrido morir antes que yo juera hombre? ¿De la gente, que me confunde
con la basura, que sólo me ve como un maleante? ¿Soy yo el
culpable de todo? Pero si nadie me enseñó, Joao. Yo crecí solito. Nadie me
habló de las flores y su color, del viento, del corazón ¿lo has escuchado,
Joao? ¿Has escuchado tu corazón como late tan rapidito?, o del amor, de las
cosas buenas, de Dios” Joao no quiso intervenir en este minuto de silencio que
ahora los incomodaba. Quería que su amigo continuara. “¿Será la culpa de Dios,
Joao? Dicen que todo pasa porque Él deja que pase, que sabe lo que hace. Eso me
parece raro, porque Dios es bueno. Yo soy malo y me iré al infierno. No me
importa. No me importa morir como tampoco vivir. ¿por qué nacemos, Joao? ¿Para ser
felices?... Entonces, yo no he nacido”
La algarabía, acompañada de gritos, risotadas y correrías de unos
niños, hizo que el recuerdo de aquellas preguntas a Joao se truncara. Verlos
colgarse del último vagón del tren que atravesaba el tugurio provocó que se le
escapara una sonrisa, de esas que tan difícil era descubrir en él. Se detuvo a
curiosearlos. Los niños se tiraban de los harapos unos de otros para tomar
impulso y lograr alcanzar el tren. Algunos quedaban rezagados, los que no, se
colgaban del último vagón y a los pocos metros se soltaban y dejaban caer en un
matorral. Ya exhaustos, reían mientras miraban perderse la mole de acero entre
las miles de figurillas que simulaban casuchas o ranchos, ocultándose “en el
fin del mundo”, recordó. De niño, había creído que el mundo abarcaba solo
aquello que alcanzaban a ver sus ojos.
Reanudó la marcha. Asomaron a su memoria los hermosos ojos de Rosa
cuando él le contó sobre las necesidades de su familia, la forma como llegó a
enviciarse de las drogas, cuántos había herido y cuántos asesinado. Sí,
asesinado; pero la expresión de Rosa permaneció inmutable. Le contó sobre los
meses en el correccional para adolescentes, sobre las noches de hambre, frío y
decepción en las calles de la ciudad.
En una ocasión, tomándolo como un juego, ocultó a Rosa el moño con
el que ataba su cabello. Ante la pregunta de Rosa sobre quién lo había tomado,
él contestó: “Si respondes bien, te diré la verde. ¿De qué color son
mis ojos?” “Color miel”, dijo ella sin vacilar. El rostro de él se iluminó,
tanto que la fisura de su frente, marca de un perenne ceño fruncido,
desapareció por un instante. “Sabes Rosa,” –dijo, ahora pensativo y
melancólico– “en la ciudad, cuando me acercaba
a la gente paz pedir una moneda, le preguntaba de qué
color eran mis ojos. “Negros” decían unos; “cafés”, otros, y, los que más loco
me creían, no respondían y levantaban los hombros”. Calló por unos segundos,
sonrió levemente y continúo. “Al principio, creí que la gente no sabía de
colores de ojos. La verde es que nunca me miraron, por miedo,
por asco… yo que sé. Estaba seguro que mis ojos eran color miel. Toma, Rosa,
fui yo”.
Y al recordar aquel primer beso, los labios de ella rozando
suavemente los suyos, las manos limpias que eran, al tiempo, espejo de su alma,
apresuró el paso. “No, no es cierto. No es la única persona. Joao, Joao también
me ha mirado de forma diferente”. No como los demás, que lo veían como
augurando el desperdicio que sería poner esperanza en él, o peor aún, como los
que ni siquiera lo han mirado, porque lo han matado, prefieren creer que no
existe. “Joao podría ser mi primer mejor amigo. ¡Ojalá!!!!”, pensó.
Al apresurar el paso, desajustó el puñal que, antes de salir, lo
había limpiado y lo había ocultado entre uno de sus calcetines. Se detuvo, se
acuclilló, tomó el puñal y lo miró por unos segundos, como despidiéndose de
algo que lo había acompañado desde que tenía… “¿ocho, nueve, diez años?”,
escudriñó entre sus recuerdos sin encontrar respuesta. La noche anterior, el
arma fue cómplice de su último asesinato. Matar antes, cuando alguien oponía
resistencia ante un robo, parecía normal. Pero esta vez no. “Será la última”,
se advirtió. “Tal vez Joao me pueda conseguir ese trabajo”, se esperanzó.
Estaba llegando a un puente maltrecho suspendido sobre un río
enfermo. El mismo que recogía los desechos de la ciudad y atravesaba el
suburbio donde vivía. Tomó aire, hediondo y malsano, y, con ímpetu, lanzó el
arma entre los despojos que arrastraba el río. Sintió alegría en el corazón.
Suspiró. Y tranquilizó su conciencia: “Tenía que comer, y tenía que pagar, si
no me los mataban”.
“La culpa
no es de Dios, amigo”. Los ojos se le humedecieron al evocar a Joao cuando dijo
esta última palabra. Se contuvo y continuó con sus recuerdos: “Uno de los
muchos problemas es que nadie habla de vos. Ni de tu padre, ni de tu madre, ni
de las vidas de ustedes que son las de miles. La gente de plata solo cuenta las
historias en las que son protagonistas. Y hacen más plata con ellas. Los pobres
no existen, tampoco existís vos. Para ellos es mejor así. Solo te usan para
justificar sus leyes cuando cometes algún crimen. Para acusarte. No, amigo. No
es culpa de tu padre, ni de tu madre, ni de Dios”. Mientras caminaban, sintió
que la mano de Joao se posaba sobre sus hombros. “Vos, yo, la gente de tu
caserío, si es que hay casas allí, los de las calles, los indígenas, los
pobres, en fin; somos el pecado de los millonarios. Este mundo, que ahora ves
más bello gracias al amor de Rosa, gracias, según vos, a nosotros que te
queremos, es de todos; no de unos pocos”. Joao subió el tono de voz, su
entusiasmo le sudaba por los poros y lo descubría sus ojos, que ahora saltaban
de un punto a otro, como mirando escenas de lo que vendría en aquella hora:
“Pero llegará un día, sí querido amigo, llegará ese día en que la leche puedan
tomarla tanto los niños del norte como los del sur, la buena salud sea tanto
para los de la ciudad como para los de la montaña, en que se llame “buenos”
tanto a cristianos como a musulmanes, en que sean fuertes tanto hombres como
mujeres; sin excluidos, sin olvidados, sin ignorados … Un día en que vos
también podrás contar tu historia de amor… ¿Quieres ayudarnos?”. Sí quería.
Sabe que había nacido. Ahora tiene algo que, le han dicho, se llama esperanza.
Entusiasmado
con estos recuerdos, ya no caminando sino corriendo, terminó de cruzar los
múltiples y estrechos caminillos que se abrían paso entre incontables chozas,
un tugurio que colindaba con la gigantesca muralla del residencial más lujoso
en el departamento, y el segundo en el país. En el fin del mundo, el sol ya
tenía sueño y la luna había madrugado, brillando antes del anochecer.
Ya en la
ciudad, cerca de su casa, estaba Rosa. Joao la abrazaba compungido. Cuando los
vio, los ojos de ella no eran los de siempre, pero le parecían familiares:
“Como los mi vieja, horas después de enterarse que Andrés, el mayor de mis
hermanos, había sido asesinado en una bronca entre pandillas”
“Mataron a Toño, mi hermano”. La profunda y evidente tristeza hizo
que a Rosa se le dificultara terminar la frase. “Anoche, en el parque”,
completó Joao. A pesar de la noticia, esta vez el mundo no se tornó gris. Las
comisuras de sus labios temblaban. Otra vez una gota de sudor. Meditabundo,
mirándolos como si no lo hiciera, y después de un siglo de silencio, musitó:
“¿De qué color son mis ojos, Rosa?”. Al instante, involuntario como un tic,
sintió un levísimo movimiento en el pie que, por años, había disimulado
cuidadosamente su puñal.
Autor: Adrián Campos
Justificación:
elegí este cuento ya que trasmite un sentimiento que hacia las cosas que pasan
en el mundo
Daniel
Miranda Villanueva
2° “5”
T/V
Pedro Páramo
Pedro páramo ejercía
gran influencia en el pueblo, razón por la cual era fácil para él hacer lo que
deseara se presenta su hijo Miguel, quién era un violador y asesino, sin
embargo no recibió ningún castigo porque era protegido por su padre. Igualmente
con el soborno del padre del pueblo.
Había llegado un
sujeto que decía que era hijo de Pedro páramo preguntaba que si lo conocían por
que le quería reclamar por que los había abandonado pero las personas de decían
que todos eran hijos Pedro páramo, pero
Pedro páramo tenía un amor pero la mujer no le correspondía por que ya estaba
enamorada de otro y en esta historia en el pueblo de donde vivía Pedro páramo se decía que todos eran hijos de pedro páramo y el tenia enemigos que se decían
llamar los guerrilleros y mataron al capataz de Pedro y lo amenazaron con de
que lo irían a matar por que ya estaban artos de que les quitaran sus tierras.
Pedro páramo trataba
de decir que hacia cosas buenas y malas para tratar de balancear las cosas con
los habitantes pero ellos no le creían pues ya que Pedro era una mala persona
entonces Pedro se enfermo pues al saber que no le correspondían su amor y se
quedo solo nada mas con su empleada y un sujeto fue y le pido una ayuda Pedro
no se la dio pero él lo mato y se quedo solo sin su amor.
Daniel
Miranda Villanueva
2° “5”
T/V
No hay comentarios:
Publicar un comentario